Cicatrices de guerra


Al caminar el mismo recorrido varias veces, podría pensarse que se vive lo mismo. Pero la realidad es que se recuerda y se vive al mismo tiempo. Se conoce a qué sabe el buen vino cuando se prueba, tal como sucede con una revelación fresca de una palabra ya leída. Y ese hecho, el vivir, es  desbordante. La pasión que lleva a enfrentar gigantes, puede llevar a dormir con la mujer ajena.
La vida es así. Virtuosamente desinhibida, no obliga, no espera un no por respuesta. Se parece al espacio del amor sin tiempo, en donde se hace fácil la mirada; y los pactos se atraviesan a través de risas y llantos.
El amor y la vida se levantan siempre fuertes, pero a veces no logran superar el tiempo. Tienen el ímpetu de las olas que llegan a la playa; pero si no se encausan, su propia naturaleza los hace regresar. Cómo no matarlos, pensando en las consecuencias de los actos, sin que la vida se vuelva un tiempo repetido?
A veces nuestro nombre camina por sitios donde las batallas parecen menos graves y las derrotas, también. Todo se vuelve un fluir, y a veces no se  distingue lo que pasó de lo que pasará.
Si las noches fueran eternas, y el amor no se escapara al cierre de unos ojos. La vida estaría jugándose todo el tiempo. A tiempo y a destiempo. Una vida valdría igual que mil. Y un segundo, podría ser una eternidad.
Aunque la memoria sea infiel y las fuerzas a veces falten,  la victoria del ayer, puede ser la de hoy.  El viento tempestuoso no puede robar la verdad. Y la noche no debe apagar la mirada.
Los verdaderos pactos no se borran, están intactos. Porque lo real no es de momentos, ni de cambios de parecer. La voluntad es inquebrantable si está bañada de sangre, y vale para siempre.
Y si el cielo no habla, no necesariamente es un no. De pronto es un si. Un si de confianza. Porque es preferible que la muerte nos coja con cicatrices de guerra, y no entregados a nuestro propio destierro.

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